sábado, 9 de mayo de 2015

Amigas.


    
    Salíamos al patio cada día formando una fila casi perfecta. Doña Otilia, siempre al frente de nuestra clase, cuidaba de que mantuviéramos la compostura hasta que sonara el timbre...y entonces la desbandada. Como locos y bocadillo en ristre, corríamos a buscar a nuestros compañeros de juegos o de cotilleos para disfrutar de aquella media hora de merecida libertad.
     Irene siempre era la última de la fila porque era la más alta de la clase. Imposible negar la sangre anglosajona que corría por sus venas. Las hormonas de muchos de aquellos chiquillos, en plena pubertad ya, se revolucionaban nada más verla aparecer. Medio colegio suspiraba por aquellos ojos azules y aquel cabello rubio tan poco común. Con el descaro propio de la edad y, a pesar del pudor casi impuesto por la mentalidad de la época, el otro medio bebía ya los vientos por aquel cuerpo de mujer perfectamente formado con apenas doce añitos.
     Recuerdo que nos sentábamos juntas cerca de un pequeño jardín de cactus y lejos del bullicio de las canchas deportivas. Allí compartíamos nuestras meriendas. Yo siempre llevaba mi bocadillo de mortadela y ella sus verduras, unos días pimientos, otros tomates o zanahorias. Hasta para comer era diferente. Reconozco que empecé a comer sus verduras con la secreta ilusión de que hicieran en mí el mismo efecto que creía habían hecho en ella.
     Después de comer aprovechábamos los minutos que quedaban para hablar sobre aquellas miradas nada inocentes que los niños le dedicaban. Les llamábamos tontos y nos reíamos. Mientras ellos se dedicaban a perder aquellos preciosos minutos dando patadas a un balón nosotras los dedicábamos a planear nuestro futuro. Recuerdo como si fuera hoy cómo me hizo prometerle que siempre estaríamos juntas. Nos casaríamos y tendríamos hijos que jugarían y crecerían juntos como nosotras lo habíamos hecho. Los hombres serían meros instrumentos porque solo nosotras importábamos. Así de fácil.
     Ese verano sus padres se separaron. Su madre se la llevó a Londres con ella y nunca volvió. Durante unos meses llegaron cartas que yo esperaba ansiosamente y contestaba el mismo día... Un día dejé de recibirlas y ese mismo día empecé a buscarla.
    Sigo buscándola desde entonces. Primero en los listines telefónicos, luego en los periódicos, incluso en las esquelas, después en las bases de datos a las que, por mi trabajo, tengo acceso y por supuesto ahora en las redes sociales. Siempre sin éxito.
      Me basta cerrar los ojos para ver su rostro, la imagino como la mujer de bandera que apuntaba que sería y deseo a diario que la vida la haya tratado con esa bondad y esa claridad que predecía. Hoy, con nuestros casi cincuenta años, confío aún en que Irene aparezca en alguna de esas búsquedas y podamos por fin recuperar el tiempo que, cuarenta años atrás, los adultos nos robaron.   

3 comentarios:

  1. Si,escribes divinamente bien lo que piensas, no lo dejes y ojala la encuentres.

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    1. No lo voy a dejar. Si alguna vez me oyes decirlo por favor te pido que me lo quites de la cabeza. Besitos cuñaíto.

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