Salíamos al patio cada día formando una fila casi perfecta. Doña
Otilia, siempre al frente de nuestra clase, cuidaba de que
mantuviéramos la compostura hasta que sonara el timbre...y entonces
la desbandada. Como locos y bocadillo en ristre, corríamos a buscar
a nuestros compañeros de juegos o de cotilleos para disfrutar de
aquella media hora de merecida libertad.
Irene siempre era la última de la fila porque era la más alta
de la clase. Imposible negar la sangre anglosajona que corría por
sus venas. Las hormonas de muchos de aquellos chiquillos, en plena
pubertad ya, se revolucionaban nada más verla aparecer. Medio
colegio suspiraba por aquellos ojos azules y aquel cabello rubio tan
poco común. Con el descaro propio de la edad y, a pesar del pudor
casi impuesto por la mentalidad de la época, el otro medio bebía ya
los vientos por aquel cuerpo de mujer perfectamente formado con
apenas doce añitos.
Recuerdo que nos sentábamos juntas cerca de un pequeño jardín
de cactus y lejos del bullicio de las canchas deportivas. Allí
compartíamos nuestras meriendas. Yo siempre llevaba mi bocadillo de
mortadela y ella sus verduras, unos días pimientos, otros tomates o
zanahorias. Hasta para comer era diferente. Reconozco que empecé a
comer sus verduras con la secreta ilusión de que hicieran en mí el
mismo efecto que creía habían hecho en ella.
Después de comer aprovechábamos los minutos que quedaban para
hablar sobre aquellas miradas nada inocentes que los niños le
dedicaban. Les llamábamos tontos y nos reíamos. Mientras ellos se
dedicaban a perder aquellos preciosos minutos dando patadas a un
balón nosotras los dedicábamos a planear nuestro futuro. Recuerdo
como si fuera hoy cómo me hizo prometerle que siempre estaríamos
juntas. Nos casaríamos y tendríamos hijos que jugarían y crecerían
juntos como nosotras lo habíamos hecho. Los hombres serían meros
instrumentos porque solo nosotras importábamos. Así de fácil.
Ese verano sus padres se separaron. Su madre se la llevó a
Londres con ella y nunca volvió. Durante unos meses llegaron cartas
que yo esperaba ansiosamente y contestaba el mismo día... Un día
dejé de recibirlas y ese mismo día empecé a buscarla.
Sigo buscándola desde entonces. Primero en los listines
telefónicos, luego en los periódicos, incluso en las esquelas,
después en las bases de datos a las que, por mi trabajo, tengo
acceso y por supuesto ahora en las redes sociales. Siempre sin
éxito.
Me basta cerrar los ojos para ver su rostro, la imagino como la
mujer de bandera que apuntaba que sería y deseo a diario que la vida
la haya tratado con esa bondad y esa claridad que predecía. Hoy,
con nuestros casi cincuenta años, confío aún en que Irene aparezca
en alguna de esas búsquedas y podamos por fin recuperar el tiempo
que, cuarenta años atrás, los adultos nos robaron.
Si,escribes divinamente bien lo que piensas, no lo dejes y ojala la encuentres.
ResponderEliminarNo lo voy a dejar. Si alguna vez me oyes decirlo por favor te pido que me lo quites de la cabeza. Besitos cuñaíto.
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