jueves, 31 de diciembre de 2015

La barca.



          Él nació en un pueblo de pescadores. Se crió junto al mar entre nasas, redes y aparejos de pesca. La niñez lo dejó crecer fuerte y sano entre el puerto, la playa y una gran familia marinera. Los años le fueron dando ese carácter fuerte y recio de los hombres apegados a la mar y a la libertad que de ella emana. Pero también le regalaron la misma sensibilidad que tiene la brisa al llegar junto a la playa y esa bondad innata de los que cuidan y respetan la naturaleza que les rodea y les alimenta.
         Esa mañana el puerto estaba casi desierto. Aún no llovía, pero la tormenta no tardaría en llegar. Sin embargo, él estaba allí. Se había empeñado en dar los últimos toques a la pintura de su primera barca. Sí, por fin, por fin tenía algo suyo. Se le habían ido en la compra todos sus ahorros de los últimos años,  pero había merecido la pena. Había decidido pintarla de un rojo brillante y alegre, como sus días. El hueco en blanco esperaba por un nombre. Todavía no lo había decidido. No lo sabía pero la esperaba a ella.
     Ella sólo era una forastera, una aventurera que vendía lo que hacía con sus manos para ganarse la vida, bolsos de tela, abalorios, pañuelos pintados a mano... Apareció ese día gris a comienzos del invierno, uno de esos en los que nadie, ni el marinero con más experiencia, se atreve a desafiar al oleaje y al viento. Llegó envuelta en un chal de paño de vivos colores sobre un vestido largo de flores, que solo dejaba al descubierto unas sandalias, gastadas por el paso por tantos caminos y atadas a unos pies casi perfectos. Una mirada bastó. Su melena rubia, su piel tostada por el sol y aquellos ojos de un color profundo e indefinible daban a su rostro un halo especial que lo dejó casi sin habla y sin respiración. Y llegó la tormenta.
     Hubo noches y días de mal tiempo, de lluvia constante, de truenos y relámpagos. Tiempo de descanso para los marineros. Pero junto a ella sólo hubo días de sol y noches cálidas. Tiempo para compartir y soñar despiertos.
       Pasó la tormenta. Ella volvió a la tierra y los caminos a los que pertenecía y él volvió a sus redes y a su mar. Se dejaron marchar con la misma calma con la que la arena recibe a las olas en su ir y venir, con la misma paz con la que las montañas despiden al sol y reciben a la luna en su paseo diario... Así se dejaron ir...porque así debía ser.
      Por fin ha terminado de pintar la barca. Lleva su nombre grabado en la popa,  sobre el mismo rojo, brillante y alegre, de los días en que la quiso.