domingo, 30 de agosto de 2015

Pequeñas locuras.



     Intentaba recordar en qué momento me dejé convencer por ella. Tenía que haber hecho caso de mi instinto y negarme a aquella locura, pero sencillamente no quise. Tal vez fue el azul de sus ojos o la tibieza de su piel los que me empujaron a meterme en aquel lío. O simplemente que entre adolescentes no hay espera, ni sacrificio, ni desconsuelo que valga. Pesa siempre más la inmediatez de ver los deseos cumplidos que la prudencia y la cordura.
     Y allí estábamos ahora los dos, agazapados tras un montón de cubos, fregonas y trapos, en aquel cuartucho que apestaba a humedad y a polvo, temblando y queriendo que los minutos volaran.
     Unos pocos días atrás Selena me había contado que había hecho una copia de la llave de la casa de su abuela y que podíamos ir a pasar una tarde allí los dos solos, sin nadie que nos molestara. La casa estaba vacía desde que su abuela había muerto, hacía un par de años, y su padre solo iba algún fin de semana a cuidar del jardín. Pese a mis protestas y mis negativas iniciales, su mirada llena de picardía y aquella sonrisa que me tenía cautivado, terminaron por derrotarme.
   Había conocido a Selena el verano anterior pero hasta mediados de curso en que coincidimos en unas Jornadas por la Paz organizadas en el Instituto, no había empezado a verla asiduamente. Hoy éramos inseparables. Estábamos enamorados y felices. Necesitábamos un lugar donde vernos lejos de las miradas y los cotilleos de nuestros compañeros y de los amigos del barrio...y la casa de la abuela era el lugar ideal.
    Veinte minutos ya... ¿Qué diablos estará haciendo? Cuchicheaba en mi oído Selena, muerta de miedo, mientras yo la acurrucaba entre mis brazos, ocultos por la oscuridad de aquella habitación sin ventanas donde el aire empezaba a ser irrespirable.
     En el fondo habíamos tenido suerte...Por encima del ruido de nuestras bocas y nuestras respiraciones agitadas se alzó el chirrido inconfundible de la puerta del garaje y el motor de un coche que entraba y aparcaba. El padre de Selena estaba allí, no podía ser nadie más. Unos segundos antes mis manos habían comenzado a bucear suavemente bajo su blusa. Si hubiera tardado dos minutos más en llegar ninguno de los dos se hubiera dado cuenta de la intromisión, no me cabe la menor duda.
     No había tiempo de pensar mucho. Había que esconderse. No quería imaginar la cara de ese hombre si nos llegaba a descubrir. Y mucho menos si aquella puerta se abría y se le ocurría encender la luz. 
     El olor a lejía se volvía por momentos insoportable, me dolían las rodillas y el brazo con que rodeaba a Selena se me empezaba a dormir por lo incómodo de la posición.
    Pasados cinco minutos más, un nuevo chirrido y otra vez el motor del coche nos anunciaba que por fin se iba. Respiramos profundamente aliviados y exhaustos por la tensión.
   Tantas tardes soñando con una tarde como aquélla y ahora lo único que queríamos era salir de allí, alejarnos de aquellos olores y respirar. Respirar aire limpio. Pasear y tirarnos al sol sobre el césped del parque, volver a los besos tiernos y a las manos quietas y aun así ser la comidilla de los vecinos y los amigos.
    Sin embargo guardamos la llave. Guardamos las prisas. Guardamos los deseos.  Tal vez no fuera el momento todavía. Pero la casa de la abuela nos esperó siempre. Seguimos teniendo tanta  suerte como entonces porque,  por fortuna y hasta el día de hoy,  las paredes todavía no hablan.

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