sábado, 20 de junio de 2015

Gente corriente.



     Me decía que en esta vida no todos podían ser grandes genios, artistas o literatos, hombres de ciencia y superdotados. También tenía que existir gente normal y corriente. Gente que amasara el pan que comíamos cada día, que cultivara las frutas y verduras que encontrábamos en el mercado. Y gente que, como ella, se encargara de repartir el correo, de entregar esas cartas que nos traían las buenas noticias y las malas también, las facturas, los impuestos o las ansiadas cartas de amor. Ella era gente normal y corriente y yo un pobre hombre sí, pero con suerte.

     Mi cartera tenía poco más de treinta años y una figura envidiable. Tanto paseo subiendo y bajando las calles del barrio durante ocho horas diarias había hecho su efecto. Pasaba por mi calle los lunes y los miércoles pasadas las doce. Yo procuraba no faltar nunca a esa cita. Nuestras conversaciones siempre me sabían a poco. Arreglábamos el mundo en dos patadas y su sonrisa de despedida siempre me dejaba con ganas de más. Una mañana me descubrí deseándola. Esperaba impaciente el improbable día en que, como en la famosa película, ella llamara dos veces a mi puerta.

2 comentarios:

  1. Un relato con mucho sentimiento. Es fácil imaginar a ese hombre y su espera, su ilusión... espero que no se deje de usar jamás el papel; aunque el correo electrónico sea más rápido, hay algo de magia en lo clásico.

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  2. Gracias Irene Bulio. Supongo que es el precio de la modernidad pero aún así yo sigo guardando muchas cartas que tengo en papel como un preciado tesoro.

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