Era primavera, una tarde de cielos despejados y temperatura agradable. Dejé en el suelo la última de las cestas que quedaba en el rellano de la escalera y decidí parar. El resto de la mudanza podía esperar. Saqué de una de las cajas de cartón que habían colonizado el apartamento, algo de ropa cómoda y decidí salir a conocer un poco el barrio al que hacía apenas dos días acababa de llegar. Estaba cansada, las semanas anteriores habían sido un no parar entre idas y venidas, papeleos, firmas y despedidas. Necesitaba relajarme al menos por unos minutos, tomar el aire y empezar a conocer todo lo que me rodeaba, nuevas calles, nuevas gentes y nuevas sensaciones. Me había decidido por esa zona porque justo enfrente del edificio existía una amplia zona verde. Cuando abrí por primera vez el ventanal del salón y escuché el canto de los pájaros que llegaba desde allí supe que ese sería mi nuevo hogar. Y allí estaba por fin, con mi chándal y mis zapatillas dispuesta a tomar posesión de tan preciado tesoro, césped de un verde limpio, árboles de hoja caduca, flores silvestres,... aquello era un paraíso en medio de la ciudad. Había elegido bien y sólo por eso me sentía más feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo.
Entre las primeras veces de esa tarde también recuerdo, como si fuera ahora, el momento en que me crucé contigo. Realmente no me fijé en ti sino en tu perro, porque más bien pareciera que era él quien te paseara a ti y no al contrario. Un labrador enorme de patas robustas, pelaje blanco y grandes y tristes ojazos tiraba de la correa con tal fuerza que era inevitable darse cuenta de quién de los dos marcaba el ritmo del paseo. Me hizo tanta gracia la escena que en mi rostro apagado por el cansancio se asomó una sonrisa espontánea. Y a ti de repente, azorado, te entraron las prisas y desapareciste por el camino entre los árboles.
Pasó el verano, llegó el otoño, llegó noviembre con otro paisaje y otros aires más frescos anunciando los próximos fríos
Los paseos por las tardes se convirtieron para mí en una costumbre y con el paso de las semanas y los meses los encuentros en apariencia fortuítos, en una necesidad.
No sé ni quiero saber si alguien espera a que vuelvas a casa para cenar, para ver una película en el sillón, frente a la televisión o para que escuches desganado cómo ha ido el día. Tu tampoco sabes que vivo sola desde hace tanto tiempo que ya no lo recuerdo y que eres el motivo de que me levante cada día.
Paseamos juntos en silencio desde la primavera. Este noviembre de hojas secas, tardes grises y lluvias intermitentes aún no nos ha traído el valor. El valor para olvidar los temores, las rutinas, los fracasos, los remordimientos, el dolor,... Tal vez porque todavía no son necesarias las palabras. Nos basta esa sonrisa de nuestros ojos cuando se encuentran y crean un momento mágico y perfecto donde nada más cuenta, ni siquiera el tiempo.