sábado, 28 de noviembre de 2015

Noviembre.



      Era primavera, una tarde de cielos despejados y temperatura agradable. Dejé en el suelo la última de las cestas que quedaba en el rellano de la escalera y decidí parar. El resto de la mudanza podía esperar. Saqué de una de las cajas de cartón que habían colonizado el apartamento,  algo de ropa cómoda y decidí salir a conocer un poco el barrio al que hacía apenas dos días acababa de llegar. Estaba cansada, las semanas anteriores habían sido un no parar entre idas y venidas, papeleos, firmas y despedidas. Necesitaba relajarme al menos por unos minutos, tomar el aire y empezar a conocer todo lo que me rodeaba, nuevas calles, nuevas gentes y nuevas sensaciones. Me había decidido por esa zona porque justo enfrente del edificio existía una amplia zona verde. Cuando abrí por primera vez el ventanal del salón y escuché el canto de los pájaros que llegaba desde allí supe que ese sería mi nuevo hogar. Y allí estaba por fin,  con mi chándal y mis zapatillas dispuesta a tomar posesión de tan preciado tesoro, césped de un verde limpio, árboles de hoja caduca, flores silvestres,... aquello era un paraíso en medio de la ciudad. Había elegido bien y sólo por eso me sentía más feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo.
    Entre las primeras veces de esa tarde también recuerdo, como si fuera ahora,  el momento en que me crucé contigo. Realmente no me fijé en ti sino en tu perro, porque más bien pareciera que era él quien te paseara a ti y no al contrario. Un labrador enorme de patas robustas, pelaje blanco y  grandes y tristes ojazos tiraba de la correa con tal fuerza que era inevitable darse cuenta de quién de los dos marcaba el ritmo del paseo. Me hizo tanta gracia la escena que en mi rostro apagado por el cansancio se asomó una sonrisa espontánea. Y a ti de repente, azorado, te entraron las prisas y desapareciste por el camino entre los árboles. 
    Pasó el verano, llegó el otoño, llegó noviembre con otro paisaje y otros aires más frescos anunciando los próximos fríos 
    Los paseos por las tardes se convirtieron para mí en una costumbre y con el paso de las semanas y los meses los encuentros en apariencia fortuítos, en una necesidad. 
    No sé  ni quiero saber si alguien espera a que vuelvas a casa para cenar, para ver una película en el sillón, frente a la televisión o para que escuches desganado cómo ha ido el día. Tu tampoco sabes que vivo sola desde hace tanto tiempo que ya no lo recuerdo y que eres el motivo de que me levante cada día.
    Paseamos juntos en silencio desde la primavera. Este noviembre de hojas secas, tardes grises y lluvias intermitentes aún no nos ha traído el valor. El valor para olvidar los temores, las rutinas, los fracasos, los remordimientos, el dolor,... Tal vez porque todavía no son necesarias las palabras. Nos basta esa sonrisa de nuestros ojos cuando se encuentran y crean un momento mágico y perfecto donde nada más cuenta, ni siquiera el tiempo.

martes, 17 de noviembre de 2015

Historia de una lágrima.

     


    Por fin he conseguido levantarme. Me siento débil y cansada. Necesito tomar agua y comer algo. Arrastro mis torpes pies hacia la cocina y ahí están tus huellas. Supongo que anoche alguna gota del aceite de masaje resbaló por tus manos en el camino que recorrían hacia mi espalda y fue a parar al suelo. El contorno casi perfecto de tus pies, como si sobre la arena se hubiesen dibujado, me invita a seguir hacia el salón. Cada uno de esos pasos me devuelve a las risas y las miradas cómplices de nuestros juegos, buscándonos mientras buscábamos la cama.  No, no quiero recordar.
    Siento un vacío terrible en el estómago y una oportuna náusea hace que desista de comer... Tal vez una ducha me siente mejor. Ya en el baño me recibe tu imagen en ese gesto cotidiano de cerrar los ojos mientras el agua corre por tu cara. Te miro. Allí están tus ojos que también me miran y sonríen. Allí están, allí estás,  aunque yo cierre con fuerza los míos, queriendo no verte. 
    Desisto de la ducha y  vuelvo a mi cama, ahora tan grande y tan vacía... tus manos, tu boca, tu sexo,  tus ojos... en un continuo ir y venir, como flashes disparando desde mi otro yo, desde mi memoria.... tu olor entre las sábanas. Y tu presencia en mi piel y más adentro, allí donde tal vez esté mi alma.
     Mil preguntas sin respuesta resuenan en mi cabeza... Qué hago yo sin tí... Qué hago yo con mi vida sin tí... Qué hago en esta casa sin tí... Qué sentido tiene quererte así y no tenerte. Me miro al espejo y el espejo me devuelve la imagen de la mujer que nunca quise ser, vencida, frágil,...No estás aquí pero te escucho de nuevo decir: sé inteligente, sé más inteligente de lo que yo he sido y cuídate mucho...
     Y explota en un segundo tanta angustia. Lloro por fin, abatida, exhausta.  Pero en este momento no lloro por tí . Lloro por mí y por esta infinita sensación de soledad que me invade cuando tú no estás. Un escalofrío. Un temblor. Una única lágrima recorre mi rostro. Una, no más.  

lunes, 9 de noviembre de 2015

Un tal Ernesto.



       En aquel momento la puerta de nuestro dormitorio se abrió con fuerza y tu desagradable olor, cargado de alcohol y sudor rancio, lo invadió todo. Un terrible escalofrío recorrió mi cuerpo. A oscuras, tiraste de mi brazo y me sacaste de la cama, me arrancaste el camisón haciéndolo pedazos y me arrastraste al suelo. Yo solo podía gritar y, entre sollozos, pedirte que no lo hicieras, pero no te detuviste. Sin atender a mis súplicas me agarraste del cuello mientras me gritabas un "¡Cállate perra!" que se clavó en mi alma con tanto dolor como tus dedos en mi garganta. Ví horrorizada cómo te bajaste la cremallera y te quitaste el pantalón, ya no quise ver nada más. Te lanzaste sobre mí sin pudor ni contemplaciones. Tu violencia me destrozó por dentro y lo oscureció todo. Como un vampiro me inoculaste en esa noche toda tu maldad, y te llevaste mi alegría, mi dulzura, mi humanidad.  Hiciste que no quedara el menor rastro de aquella mujer feliz que un día fuí... 
     Y ahora Ernesto, treinta años después de que ocurriera aquéllo y de guardar silencio sobre este terrible secreto me pides que te perdone? ¿Solo porque te estas muriendo? Había olvidado que los miserables y los cobardes también tienen  de eso que llaman conciencia... No Ernesto, no me supliques.... Yo llevo treinta años muerta. Prueba ahora un poco de tu propia medicina y rinde cuentas a quien después del último estertor te esté esperando...