lunes, 9 de noviembre de 2015

Un tal Ernesto.



       En aquel momento la puerta de nuestro dormitorio se abrió con fuerza y tu desagradable olor, cargado de alcohol y sudor rancio, lo invadió todo. Un terrible escalofrío recorrió mi cuerpo. A oscuras, tiraste de mi brazo y me sacaste de la cama, me arrancaste el camisón haciéndolo pedazos y me arrastraste al suelo. Yo solo podía gritar y, entre sollozos, pedirte que no lo hicieras, pero no te detuviste. Sin atender a mis súplicas me agarraste del cuello mientras me gritabas un "¡Cállate perra!" que se clavó en mi alma con tanto dolor como tus dedos en mi garganta. Ví horrorizada cómo te bajaste la cremallera y te quitaste el pantalón, ya no quise ver nada más. Te lanzaste sobre mí sin pudor ni contemplaciones. Tu violencia me destrozó por dentro y lo oscureció todo. Como un vampiro me inoculaste en esa noche toda tu maldad, y te llevaste mi alegría, mi dulzura, mi humanidad.  Hiciste que no quedara el menor rastro de aquella mujer feliz que un día fuí... 
     Y ahora Ernesto, treinta años después de que ocurriera aquéllo y de guardar silencio sobre este terrible secreto me pides que te perdone? ¿Solo porque te estas muriendo? Había olvidado que los miserables y los cobardes también tienen  de eso que llaman conciencia... No Ernesto, no me supliques.... Yo llevo treinta años muerta. Prueba ahora un poco de tu propia medicina y rinde cuentas a quien después del último estertor te esté esperando...

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