Ella nunca había viajado, ni en barco, ni en tren, ni mucho menos en avión. La vida se le había ido trabajando de sol a sol, desde los tomateros a las casas de otros y, por supuesto , siempre cuidando de los suyos.
Como cada tarde, después del almuerzo, se sentaba en el sillón del salón frente al televisor, que le servía en estos últimos años como única compañía. El mueble de madera , que ocupaba toda la pared, estaba lleno de pequeños recuerdos elegidos con cariño en París, Madrid, Barcelona, Vigo, Santiago de Compostela, Madeira, Londres y hasta alguna ciudad de Suecia de nombre impronunciable....aunque ella nunca había viajado. Junto a todos aquellos regalos, la miraban, desde sus cuadritos enmarcados en distintos tamaños, los rostros aniñados y adolescentes de sus tres hijas y los de sus cinco nietos, bebés de caritas de pan y ojos felices, como eran ellos.
A sus ochenta y tantos años sus hijas y sus nietos eran todo lo que tenía. Ellos se habían convertido desde la muerte de su marido en su motivo para seguir viviendo, aunque, siendo como era, mujer parca en palabras de cariño y mimos, rara vez lo expresara.
Ella nunca había viajado, sin embargo, cada tarde sus ojos viajaban lentamente de retrato en retrato mientras, poco a poco se iba quedando dormida. Luego soñaba con él, el que fue su único amor. Cada tarde el sueño se repetía exactamente igual que el día anterior. Y disfrutaba tanto de ese sueño que hubiese jurado que todo era real y volvía a estar junto a él. Sus hijas no lo sabían, pero realmente ése era el único viaje que, desde hace más de veinte años, deseaba hacer.