Abrió el desvencijado armario ropero donde escondía aquellas píldoras de colores que le hacían sentirse tan bien. No soportaba el dolor. Necesitaba un respiro, necesitaba dormir, necesitaba olvidar. Hacía meses que en su vida nada era como debía ser. Vivía de prestado en una vieja casucha destartalada en medio de aquel casi bosque que una vez, hace mucho tiempo, había sido un frondoso jardín. Había perdido su último trabajo, uno más... Aquella vocecita en su cabeza no paraba de repetirle que ya no servía para nada. El dolor lo había vuelto cada vez mas arisco, mas insociable. Sus amigos hacía tiempo que ya no le llamaban. Ahora era un don nadie sin oficio ni beneficio, un hombre sin mañana, así que a nadie le importaba. Llenó el vaso de agua y puso dos pastillas en la palma de su mano. Las miró y pensó que tal vez nunca tuvo amigos. Puso otras dos,... y otras dos,... y dos más. Recordó la tarde de su marcha , unas palabras huecas, una última caricia y un beso frío de despedida. El principio del fin. Ella ya no estaba. Y sin ella, el hombre a quien amó tampoco existía ya. De él solo quedaba un cuerpo ruinoso y más dolor, el dolor punzante y amargo de la soledad. Demasiado cansancio en un alma donde ya no había lugar para el perdón ni para el olvido. Vació el tubo completo de pastillas sobre su mano y tragó saliva. Había llegado el momento, para qué esperar más.